miércoles, 27 de junio de 2012
jueves, 8 de diciembre de 2011
matar
El periodista indica que son "un testimonio del saldo rojo y arbitrario de la vida"
Con Matar, Carlos Sánchez reúne crónicas de asesinatos violentos en el norte del país
Señala que muchas de las historias del libro proceden de su barrio y de su trabajo en la cárcel
Con Matar, Carlos Sánchez reúne crónicas de asesinatos violentos en el norte del país
Señala que muchas de las historias del libro proceden de su barrio y de su trabajo en la cárcel
por RICARDO SOLÍS
Como hecho poco usual, dentro de la pasada Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, fue presentada una edición galardonada con el Premio Estatal de Letras de Sonora, en el género de crónica; el libro en cuestión –Matar (ISC, 2011), del periodista Carlos Sánchez– aborda estudios de caso en los que se testimonian muertes violentas en el escenario cotidiano de la frontera noroeste del país y contó con los comentarios de Diego Enrique Osorno y Alejandro Almazán.
Así, Matar es un volumen que reúne 17 crónicas de mediana extensión que, en la estructura que presenta la edición –a cargo del Instituto Sonorense de Cultura–, viene cada una antecedida por un texto breve (nunca mayor de diez líneas) en el que se delinea un nuevo perfil para la acción, estricta, de asesinar.
Conocido por su trabajo periodístico en el género, aunque actualmente labora para una estación de radio pública, Sánchez es asiduo colaborador en diarios locales y nacionales, así como páginas de Internet; de igual modo, por más de tres lustros se ha dedicado a ofrecer talleres en Centros de Readaptación Social en Sonora, tanto de literatura como de fotografía.
El propio Sánchez asegura que “estas crónicas están puestas en el libro para que haya un testimonio del saldo rojo y arbitrario de la vida. Pero también de la constante que se da con la gente que ya está jodida de por sí, la inmensidad de pobres”; es justo en la pobreza y la marginación donde “el filicidio, el parricidio, el incesto, la violación, la venganza, la traición y un gran y creciente etcétera, son tan comunes como las lombrices en la panza de los niños de la calle”.
Asimismo, el autor recalcó durante la presentación que su formación es la del autodidacta, “no fui a la escuela, me interesaba contar historias, es una necesidad de rescatar historias del barrio; me interesa proponer. La literatura es una forma de expresión, convocar, pero jamás pasar desapercibido, escribir de lo que soy. Estoy tratando de que las personas a las que me acerco para indagarlas tengan algo que contar, es una posibilidad de sanar lo que uno tiene dentro”; muchos de estos testimonios proceden de su barrio o directamente de la cárcel, donde ofrece talleres literarios.
Como uno de los poquísimos libros que por parte del catálogo literario de las publicaciones del ISC, en Sonora, se ha presentado jamás en el seno de una FIL, Matar consigue proyectarse y alcanzar una cifra de ejemplares vendidos que superó la veintena, este pasado sábado 3 de diciembre por la tarde.
Como hecho poco usual, dentro de la pasada Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, fue presentada una edición galardonada con el Premio Estatal de Letras de Sonora, en el género de crónica; el libro en cuestión –Matar (ISC, 2011), del periodista Carlos Sánchez– aborda estudios de caso en los que se testimonian muertes violentas en el escenario cotidiano de la frontera noroeste del país y contó con los comentarios de Diego Enrique Osorno y Alejandro Almazán.
Así, Matar es un volumen que reúne 17 crónicas de mediana extensión que, en la estructura que presenta la edición –a cargo del Instituto Sonorense de Cultura–, viene cada una antecedida por un texto breve (nunca mayor de diez líneas) en el que se delinea un nuevo perfil para la acción, estricta, de asesinar.
Conocido por su trabajo periodístico en el género, aunque actualmente labora para una estación de radio pública, Sánchez es asiduo colaborador en diarios locales y nacionales, así como páginas de Internet; de igual modo, por más de tres lustros se ha dedicado a ofrecer talleres en Centros de Readaptación Social en Sonora, tanto de literatura como de fotografía.
El propio Sánchez asegura que “estas crónicas están puestas en el libro para que haya un testimonio del saldo rojo y arbitrario de la vida. Pero también de la constante que se da con la gente que ya está jodida de por sí, la inmensidad de pobres”; es justo en la pobreza y la marginación donde “el filicidio, el parricidio, el incesto, la violación, la venganza, la traición y un gran y creciente etcétera, son tan comunes como las lombrices en la panza de los niños de la calle”.
Asimismo, el autor recalcó durante la presentación que su formación es la del autodidacta, “no fui a la escuela, me interesaba contar historias, es una necesidad de rescatar historias del barrio; me interesa proponer. La literatura es una forma de expresión, convocar, pero jamás pasar desapercibido, escribir de lo que soy. Estoy tratando de que las personas a las que me acerco para indagarlas tengan algo que contar, es una posibilidad de sanar lo que uno tiene dentro”; muchos de estos testimonios proceden de su barrio o directamente de la cárcel, donde ofrece talleres literarios.
Como uno de los poquísimos libros que por parte del catálogo literario de las publicaciones del ISC, en Sonora, se ha presentado jamás en el seno de una FIL, Matar consigue proyectarse y alcanzar una cifra de ejemplares vendidos que superó la veintena, este pasado sábado 3 de diciembre por la tarde.
Tomado de La Jornada Jalisco
miércoles, 15 de junio de 2011
martes, 10 de agosto de 2010
Retorcido cuando quiere y dulce cuando no, Omar Gámez se deja caer en las viejas parcelas de su pasado y redacta, con más oficio que varios muchos, doce cuentos que peregrinan del Valle del Mayo a Hermosillo, con la cruz de su crudeza a cuestas.
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Título: Al Contado
Género: Cuentos
Autor: Omar Gámez Navo
Editorial: La Cábula
Contacto: omarnavo@hotmail.com
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Reseña:
Doce historias cortas, doce historias tristes son las que reúne Omar Gámez Guirado en su primer libro. Originario de Navobaxia, pequeño pueblo situado en el municipio de Huatabampo, Sonora, del que toma su nombre de pluma, Navo recrea ambientes marginales en los que personajes doloridos, violentos en ocasiones, comparten sus emociones, sus pequeños triunfos y constantes fracasos. Con una escritura directa, sin artificios, el autor hace la crónica de un mundo donde el alcohol, las drogas, el desamor y la muerte son constantes. También el llanto más desgarrador. “He sabido —escribe Navo al ver llorar a un tipo brutalmente golpeado por sus propios amigos— que las lágrimas se pueden mezclar con lluvia, sudor, saliva, agua. Lágrimas con sangre: está cabrón”. Los antros más pinches, las cantinas más jodidas, los trabajos sin futuro aparecen una y otra vez en estas crónicas sin concesiones.
fuente: milenio diario
lunes, 3 de marzo de 2008
Segunda entrega desde Magyar
El Zancudo
(No mata, pero hace roncha)
(No mata, pero hace roncha)
A la ciudad le faltan calles para tantos muertos
por Arturo Soto Munguía
A los magyares, 1956 les duele mucho.
Les duelen muchas fechas, pero el 56 les duele más, porque está más cerca de sus recuerdos; de los recuerdos de los padres y los abuelos, que se han encargado de contárselo a los hijos y los nietos.
Ayer encontré a Emilia en un camión. Le cedí el asiento, como lo haría cualquier sonorense con una mujer, sobre todo si es madura y hermosa.
“Grrasscias”, declinó, con una sonrisa.
“Ooooou…iuspikispanisch”, dije yo con verdadera sorpresa y pésimo inglés, después de navegar por estos días en medio de diálogos incomprensibles.
“Sí, poquito… casi se me olvida”, dijo Emilia, que además del húngaro, habla alemán, inglés, español y ‘un poco’ de portugués. Es guía de turistas y en los diez minutos del trayecto en el camión, me cuenta que estuvo en Cuba y que le gusta mucho aquél país.
Le digo que estuve ahí también y que también me gusta mucho.
Que me gusta Budapest, le digo.
Y ella dice que no. O que sí, que algunas cosas. Que está enamorada de la ciudad, pero no de su gente, porque aquí a la gente se le dificulta mucho sonreír, y eso es lo que ella mejor sabe hacer.
Dice que la gente aquí es muy fría, y no puedo contradecirla, pero le digo que también hay gente linda.
Me dice que por alguna razón la gente aquí no ríe, y ya no podemos platicar más porque llega a su destino y baja del camión.
Y yo me quedo pensando en las razones por las cuales la gente aquí no ríe fácilmente.
Pienso en 1956.
La fecha está grabada en los graffittis callejeros lo mismo que en las plazas y sobre todo, está grabada a fuego en la memoria social de Hungría; cala más hondo que el 68 mexicano.
En el año ‘56, también en octubre, las tropas soviéticas tomaron Budapest, destruyeron parte de la ciudad con bombardeo aéreo, apresaron y asesinaron a miles de húngaros.
Sofocaron así una rebelión que inició con los estudiantes en la calle protestando contra el dominio del Soviet, que no se tentó el corazón para aplastar a los rebeldes.
La derrota fue un hachazo en la maltrecha dignidad de los magyares, que tendrían que esperar 35 años más para fundar su propia república democrática (con todas las variantes que el término ‘democracia’ implique).
II
Todavía hay gente en Budapest, sobre todo entre los mayores, me dicen, que cuando se escucha una explosión o un ruido muy fuerte, casi se tira al suelo al grito de “¡Ahí vienen los rusos!”
Cierta vez que nos dirigíamos a un concierto de ska ofrecido por unos amigos húngaros muy desmadrosos, utilicé esa expresión a manera de broma, cuando un ruido muy fuerte rompió la noche.
-“¡Ahí vienen los rusos!”-, le dije al Vences, el bajista del grupo, a quien nunca pensé que vería sin la risa a flor de labios.
Su cara se ensombreció y me dijo en su español mocho: “Nunca… nunca vuelvas a decir eso, por favor”.
Creo que el Vences no me pegó un chingazo nomás porque Dios es muy grande, o porque todavía cree en la hermandad de los pueblos, excepción hecha del soviético, claro.
III
Qué tan grande no será la huella del ‘56 en la memoria social húngara, que el mismo Vences había bromeado unos días antes, cuando nos conocimos en una cantina que La Maga está empeñada en convertir en el Pluma Blanca -pero sin Ismael Mercado-, con ese hecho que a mi aún no me quedaba muy claro.
-“Todo me gusta de México” -me decía-, excepto una cosa.
Y me cuenta la historia.
Resulta que en el Mundial del 86, en el estadio de los freseros de Irapuato, la selección húngara cayó abatida dos a cero, nada más y nada menos que por la escuadra soviética.
Pa’su madre.
-“Bueno, nosotros tenemos dos años y ocho partidos que no podemos ganar a los gringos-, le dije, a manera de consuelo.
Pero mejor cambió de tema.
De ese pelo.
Los húngaros, claro, tienen sus maneras de vengarse. Hay en Budapest una plaza llamada Moscú, donde los magyares que tienen que pasar por ella aprovechan para zurrar o mear, inopinada y frescamente.
Otra de las venganzas es mucho más institucional y complicada.
El edificio que los soviéticos ocuparon como sede de la inteligencia militar y política, y en cuyos sótanos se encuentran las mazmorras donde miles de húngaros fueron presos, torturados y asesinados, hoy ha sido convertido en un impresionante museo que lleva por nombre, sáquele cuentas, comunista lector, pro soviética lectora, La Casa del Terror.
Se trata de un edificio de 5 pisos, de color negro en la mayor parte de sus exteriores, rectangular y simétrico como son fácilmente identificables en Budapest las construcciones de la época comunista, muy contrastantes con el estilo medieval o barroco del resto del diseño arquitectónico en la ciudad.
De hecho, me dicen que algunos edificios originalmente decorados en sus exteriores con gárgolas, dibujos, incrustaciones y detalles que remiten a los cuentos de princesas y dragones, fueron despojados de todos esos adornos durante la época comunista.
Y pintados con tonalidades más bien sombrías.
Pero bueno, volvamos a la Casa del Terror.
A lo largo de toda su fachada, sobre las paredes que forman la esquina de la cuadra en que se encuentra, hay una larga, larga hilera de fotografías con los rostros de soldados, poetas, escritores, políticos, intelectuales y pueblo en general -dirían en México-, todos ellos huéspedes de las mazmorras, de donde muy pocos salieron vivos.
Y quienes así lo hicieron, sólo fue para su traslado a los más de cien campos de concentración en la ex Unión Soviética, donde fueron sometidos a trabajos forzados y maltratados hasta la muerte.
En el despacho anterior apuntaba que el último húngaro que regresó de esas cárceles, lo hizo apenas hace ocho años.
Casi todos los que aparecen en las fotos -en algunas de las cuales hay veladoras prendidas y flores frescas, han dado nombre a las calles de Budapest.
Cualquiera pensaría que a la ciudad le faltan calles para tantos muertos.
Budapest tiene demasiados héroes para sus calles, o muy pocas calles para tantos héroes.
IV
El recorrido del museo comienza, después de pagar mil 500 forints -unos cien pesos-, por una escalera hacia el segundo piso. Ahí se aprecian algunas esculturas muy típicas de la era soviética: obreros con el brazo en alto, blandiendo hoces y martillos; bustos de Stalin y Lenin y altorrelieves de trabajadores en sus faenas.
De pronto, al doblar la escalera, aparece un patio interior donde se encuentra un tanque completo, de los utilizados durante la invasión de 1956.
Es impresionante porque el vehículo se observa en contrapicada, desde lo alto, y está colocado sobre un piso negro, que hace resaltar más su color beige.
Y como el piso está cubierto de agua corriendo, se genera cierta sensación de que en cualquier momento el tanque va a moverse.
En el segundo piso se encuentra otra sala audiovisual, donde varias pantallas de plasma dan cuenta de la doble ocupación de Hungría.
Porque han de saber que antes de los soviéticos, a los magyares les cayeron los nazis durante la primera y segunda guerra, y los hicieron garras.
Antes, tras la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras, entre otras cosas les quitaron dos terceras partes de su territorio, que alguna vez fue más grande que Italia e Inglaterra.
No quisiera parecer aburrido, pero estos datos son importantes para entender a los húngaros del presente.
Ellos cargan con una historia llena de derrotas dolorosas, después de haber constituido un imperio que llegó a dominar ultramar, y si no lo creen, pregunten en México por Maximiliano, Carlota y el imperio Austrohúngaro.
VI
Quizá sea por eso que la gente aquí no ríe.
“Se le dificulta mucho una sonrisa”, me dijo Emilia, la señora en sus cincuenta, arregladita como pa’ ir de boda -dijera Serrat-, con quien conversé un día a bordo de camión urbano.
Ha dejado de ser raro para mí ver en los camiones, trenes, tranvías y trolebuses, a las mujeres vestidas con una elegancia que ya quisieran para un domingo más de cuatro doñas encopetadas de la Pitic.
Pero bueno, sigamos con el recorrido por la Casa del Terror.
En el siguiente piso, siempre hacia arriba, hay una sección dedicada a la religión católica y la forma en que durante la época del comunismo fue perseguida y satanizada.
Y eso que eran los años en que Norberto Rivera Carrera apenas andaba definiendo su vocación.
VII
Una de las secciones más impresionantes de La Casa del Terror, es una especie de laberinto por donde apenas pueden caminar más de dos personas.
Está conformado por un estrecho pasillo de no más de un metro de ancho. Blancas sus paredes, están construidas por piezas de jabón de un kilogramo, en las que se encuentran incrustadas pantallas de plasma donde aparecen videos sobre los campos de concentración.
Las paredes tienen esos escalofriantes tabiques que provocan entre curiosidad y asco, pero no quise quedarme con las ganas de clavarle la uña a uno de ellos (no fui el único, porque los jabones muestran las marcas de otros curiosos) y efectivamente, tienen la consistencia del jabón, como el que fabricaban, supongo, los fascistas con la grasa de los muertitos de los campos de concentración.
Hay secciones donde se muestran los uniformes y utensilios, armas y equipos de radiocomunicación que aún funcionan.
Uno puede colocarse los audífonos y escuchar las órdenes de los militares ordenando el ataque o rindiendo partes.
Hay escapularios y amuletos; platos y cucharas; cartas, estampas, manuscritos y hasta calzones y botas pertenecientes a los combatientes húngaros hoy convertidos en héroes nacionales.
La parte más, más impresionante comienza en el quinto piso. Cuando uno supone que el recorrido concluyó, las flechas lo llevan a un elevador bien tétrico.
Está en penumbras y en él se encuentra otra pantalla de plasma con el video de un señor mayor, a todas luces sobreviviente de aquellos años cruentos, que va narrando lo que sucedió con los húngaros que cayeron en las mazmorras de la hoy Casa del Terror.
La narración es en húngaro, pero tiene subtítulos en inglés, así que la comprensión es relativamente fácil.
Al activar el ascensor, comienza a descender -qué loco, ¿no?, un ascensor que sólo baja, pero en fin-, y te lleva lento, desesperantemente lento, hasta las mismísimas mazmorras, en un recorrido que dura unos seis minutos.
Mientras el señor de la pantalla va describiendo las técnicas y los aparatos de tortura, a uno le dan ganas de salir corriendo, pero como diría un amigo, “a esa hora, manito, ¿a dónde?”.
Y zaz, de pronto ya estoy caminando por el sótano inmenso.
Una sucesión de cavernas habilitadas como celdas, con tosca herrería oxidada; cuevas con letrinas y camastros que aún conservan las cobijas bajo las que durmieron, si es que alguna vez pudieron dormir, los que ahí fueron presos.
Hay una sección dedicada a las mujeres, y ahí aparecen los video testimonios de las sobrevivientes, narrando sus experiencias.
En las paredes de cada cueva están las fotos y los nombres de quienes las ocuparon, y si me apuran tantito también están sus voces, sus llantos y sus rezos; sus lamentos y gemidos en una semipenumbra abrumadora.
En el centro de una de ellas, está un madero de aproximadamente dos y medio metro, fijado al piso con cemento colado. En la parte más alta del madero, hay una piola que termina en el lazo de una horca.
Los presos, sentados en la base del madero y con pies y manos atadas, eran levantados del cuello con la piola, mientras les aplicaban otro tipo de torturas con unas pinzas que están también allí.
En el museo no es permitido tomar fotos ni videograbar, así que todo queda a la imaginación de los lectores, pero uno sale de ahí con el alma congelada y el pensamiento puesto en Emilia, la muy elegante señora que a bordo de un camión urbano, me dijo que su ciudad, Budapest, le gusta mucho, pero lo único que no le gusta, es que a sus habitantes se les dificulta reír.
Pos así cómo.
PD.- En un café, encontré a un húngaro de no más de 40 años. Le conté de la visita a La Casa del Terror.
Se rió.
Casi no habla español, pero lo hace más bien que varios, porque estuvo trabajando en España unos años.
Puso sobre la barra la ficha de una cerveza.
¿Ves esto?, Es de este tamaño, es pequeño, dijo tomando la ficha.
Lo que hay ahí, lo quieren hacer más grande.
Ahí se las dejo.
Les duelen muchas fechas, pero el 56 les duele más, porque está más cerca de sus recuerdos; de los recuerdos de los padres y los abuelos, que se han encargado de contárselo a los hijos y los nietos.
Ayer encontré a Emilia en un camión. Le cedí el asiento, como lo haría cualquier sonorense con una mujer, sobre todo si es madura y hermosa.
“Grrasscias”, declinó, con una sonrisa.
“Ooooou…iuspikispanisch”, dije yo con verdadera sorpresa y pésimo inglés, después de navegar por estos días en medio de diálogos incomprensibles.
“Sí, poquito… casi se me olvida”, dijo Emilia, que además del húngaro, habla alemán, inglés, español y ‘un poco’ de portugués. Es guía de turistas y en los diez minutos del trayecto en el camión, me cuenta que estuvo en Cuba y que le gusta mucho aquél país.
Le digo que estuve ahí también y que también me gusta mucho.
Que me gusta Budapest, le digo.
Y ella dice que no. O que sí, que algunas cosas. Que está enamorada de la ciudad, pero no de su gente, porque aquí a la gente se le dificulta mucho sonreír, y eso es lo que ella mejor sabe hacer.
Dice que la gente aquí es muy fría, y no puedo contradecirla, pero le digo que también hay gente linda.
Me dice que por alguna razón la gente aquí no ríe, y ya no podemos platicar más porque llega a su destino y baja del camión.
Y yo me quedo pensando en las razones por las cuales la gente aquí no ríe fácilmente.
Pienso en 1956.
La fecha está grabada en los graffittis callejeros lo mismo que en las plazas y sobre todo, está grabada a fuego en la memoria social de Hungría; cala más hondo que el 68 mexicano.
En el año ‘56, también en octubre, las tropas soviéticas tomaron Budapest, destruyeron parte de la ciudad con bombardeo aéreo, apresaron y asesinaron a miles de húngaros.
Sofocaron así una rebelión que inició con los estudiantes en la calle protestando contra el dominio del Soviet, que no se tentó el corazón para aplastar a los rebeldes.
La derrota fue un hachazo en la maltrecha dignidad de los magyares, que tendrían que esperar 35 años más para fundar su propia república democrática (con todas las variantes que el término ‘democracia’ implique).
II
Todavía hay gente en Budapest, sobre todo entre los mayores, me dicen, que cuando se escucha una explosión o un ruido muy fuerte, casi se tira al suelo al grito de “¡Ahí vienen los rusos!”
Cierta vez que nos dirigíamos a un concierto de ska ofrecido por unos amigos húngaros muy desmadrosos, utilicé esa expresión a manera de broma, cuando un ruido muy fuerte rompió la noche.
-“¡Ahí vienen los rusos!”-, le dije al Vences, el bajista del grupo, a quien nunca pensé que vería sin la risa a flor de labios.
Su cara se ensombreció y me dijo en su español mocho: “Nunca… nunca vuelvas a decir eso, por favor”.
Creo que el Vences no me pegó un chingazo nomás porque Dios es muy grande, o porque todavía cree en la hermandad de los pueblos, excepción hecha del soviético, claro.
III
Qué tan grande no será la huella del ‘56 en la memoria social húngara, que el mismo Vences había bromeado unos días antes, cuando nos conocimos en una cantina que La Maga está empeñada en convertir en el Pluma Blanca -pero sin Ismael Mercado-, con ese hecho que a mi aún no me quedaba muy claro.
-“Todo me gusta de México” -me decía-, excepto una cosa.
Y me cuenta la historia.
Resulta que en el Mundial del 86, en el estadio de los freseros de Irapuato, la selección húngara cayó abatida dos a cero, nada más y nada menos que por la escuadra soviética.
Pa’su madre.
-“Bueno, nosotros tenemos dos años y ocho partidos que no podemos ganar a los gringos-, le dije, a manera de consuelo.
Pero mejor cambió de tema.
De ese pelo.
Los húngaros, claro, tienen sus maneras de vengarse. Hay en Budapest una plaza llamada Moscú, donde los magyares que tienen que pasar por ella aprovechan para zurrar o mear, inopinada y frescamente.
Otra de las venganzas es mucho más institucional y complicada.
El edificio que los soviéticos ocuparon como sede de la inteligencia militar y política, y en cuyos sótanos se encuentran las mazmorras donde miles de húngaros fueron presos, torturados y asesinados, hoy ha sido convertido en un impresionante museo que lleva por nombre, sáquele cuentas, comunista lector, pro soviética lectora, La Casa del Terror.
Se trata de un edificio de 5 pisos, de color negro en la mayor parte de sus exteriores, rectangular y simétrico como son fácilmente identificables en Budapest las construcciones de la época comunista, muy contrastantes con el estilo medieval o barroco del resto del diseño arquitectónico en la ciudad.
De hecho, me dicen que algunos edificios originalmente decorados en sus exteriores con gárgolas, dibujos, incrustaciones y detalles que remiten a los cuentos de princesas y dragones, fueron despojados de todos esos adornos durante la época comunista.
Y pintados con tonalidades más bien sombrías.
Pero bueno, volvamos a la Casa del Terror.
A lo largo de toda su fachada, sobre las paredes que forman la esquina de la cuadra en que se encuentra, hay una larga, larga hilera de fotografías con los rostros de soldados, poetas, escritores, políticos, intelectuales y pueblo en general -dirían en México-, todos ellos huéspedes de las mazmorras, de donde muy pocos salieron vivos.
Y quienes así lo hicieron, sólo fue para su traslado a los más de cien campos de concentración en la ex Unión Soviética, donde fueron sometidos a trabajos forzados y maltratados hasta la muerte.
En el despacho anterior apuntaba que el último húngaro que regresó de esas cárceles, lo hizo apenas hace ocho años.
Casi todos los que aparecen en las fotos -en algunas de las cuales hay veladoras prendidas y flores frescas, han dado nombre a las calles de Budapest.
Cualquiera pensaría que a la ciudad le faltan calles para tantos muertos.
Budapest tiene demasiados héroes para sus calles, o muy pocas calles para tantos héroes.
IV
El recorrido del museo comienza, después de pagar mil 500 forints -unos cien pesos-, por una escalera hacia el segundo piso. Ahí se aprecian algunas esculturas muy típicas de la era soviética: obreros con el brazo en alto, blandiendo hoces y martillos; bustos de Stalin y Lenin y altorrelieves de trabajadores en sus faenas.
De pronto, al doblar la escalera, aparece un patio interior donde se encuentra un tanque completo, de los utilizados durante la invasión de 1956.
Es impresionante porque el vehículo se observa en contrapicada, desde lo alto, y está colocado sobre un piso negro, que hace resaltar más su color beige.
Y como el piso está cubierto de agua corriendo, se genera cierta sensación de que en cualquier momento el tanque va a moverse.
En el segundo piso se encuentra otra sala audiovisual, donde varias pantallas de plasma dan cuenta de la doble ocupación de Hungría.
Porque han de saber que antes de los soviéticos, a los magyares les cayeron los nazis durante la primera y segunda guerra, y los hicieron garras.
Antes, tras la Primera Guerra Mundial, las potencias vencedoras, entre otras cosas les quitaron dos terceras partes de su territorio, que alguna vez fue más grande que Italia e Inglaterra.
No quisiera parecer aburrido, pero estos datos son importantes para entender a los húngaros del presente.
Ellos cargan con una historia llena de derrotas dolorosas, después de haber constituido un imperio que llegó a dominar ultramar, y si no lo creen, pregunten en México por Maximiliano, Carlota y el imperio Austrohúngaro.
VI
Quizá sea por eso que la gente aquí no ríe.
“Se le dificulta mucho una sonrisa”, me dijo Emilia, la señora en sus cincuenta, arregladita como pa’ ir de boda -dijera Serrat-, con quien conversé un día a bordo de camión urbano.
Ha dejado de ser raro para mí ver en los camiones, trenes, tranvías y trolebuses, a las mujeres vestidas con una elegancia que ya quisieran para un domingo más de cuatro doñas encopetadas de la Pitic.
Pero bueno, sigamos con el recorrido por la Casa del Terror.
En el siguiente piso, siempre hacia arriba, hay una sección dedicada a la religión católica y la forma en que durante la época del comunismo fue perseguida y satanizada.
Y eso que eran los años en que Norberto Rivera Carrera apenas andaba definiendo su vocación.
VII
Una de las secciones más impresionantes de La Casa del Terror, es una especie de laberinto por donde apenas pueden caminar más de dos personas.
Está conformado por un estrecho pasillo de no más de un metro de ancho. Blancas sus paredes, están construidas por piezas de jabón de un kilogramo, en las que se encuentran incrustadas pantallas de plasma donde aparecen videos sobre los campos de concentración.
Las paredes tienen esos escalofriantes tabiques que provocan entre curiosidad y asco, pero no quise quedarme con las ganas de clavarle la uña a uno de ellos (no fui el único, porque los jabones muestran las marcas de otros curiosos) y efectivamente, tienen la consistencia del jabón, como el que fabricaban, supongo, los fascistas con la grasa de los muertitos de los campos de concentración.
Hay secciones donde se muestran los uniformes y utensilios, armas y equipos de radiocomunicación que aún funcionan.
Uno puede colocarse los audífonos y escuchar las órdenes de los militares ordenando el ataque o rindiendo partes.
Hay escapularios y amuletos; platos y cucharas; cartas, estampas, manuscritos y hasta calzones y botas pertenecientes a los combatientes húngaros hoy convertidos en héroes nacionales.
La parte más, más impresionante comienza en el quinto piso. Cuando uno supone que el recorrido concluyó, las flechas lo llevan a un elevador bien tétrico.
Está en penumbras y en él se encuentra otra pantalla de plasma con el video de un señor mayor, a todas luces sobreviviente de aquellos años cruentos, que va narrando lo que sucedió con los húngaros que cayeron en las mazmorras de la hoy Casa del Terror.
La narración es en húngaro, pero tiene subtítulos en inglés, así que la comprensión es relativamente fácil.
Al activar el ascensor, comienza a descender -qué loco, ¿no?, un ascensor que sólo baja, pero en fin-, y te lleva lento, desesperantemente lento, hasta las mismísimas mazmorras, en un recorrido que dura unos seis minutos.
Mientras el señor de la pantalla va describiendo las técnicas y los aparatos de tortura, a uno le dan ganas de salir corriendo, pero como diría un amigo, “a esa hora, manito, ¿a dónde?”.
Y zaz, de pronto ya estoy caminando por el sótano inmenso.
Una sucesión de cavernas habilitadas como celdas, con tosca herrería oxidada; cuevas con letrinas y camastros que aún conservan las cobijas bajo las que durmieron, si es que alguna vez pudieron dormir, los que ahí fueron presos.
Hay una sección dedicada a las mujeres, y ahí aparecen los video testimonios de las sobrevivientes, narrando sus experiencias.
En las paredes de cada cueva están las fotos y los nombres de quienes las ocuparon, y si me apuran tantito también están sus voces, sus llantos y sus rezos; sus lamentos y gemidos en una semipenumbra abrumadora.
En el centro de una de ellas, está un madero de aproximadamente dos y medio metro, fijado al piso con cemento colado. En la parte más alta del madero, hay una piola que termina en el lazo de una horca.
Los presos, sentados en la base del madero y con pies y manos atadas, eran levantados del cuello con la piola, mientras les aplicaban otro tipo de torturas con unas pinzas que están también allí.
En el museo no es permitido tomar fotos ni videograbar, así que todo queda a la imaginación de los lectores, pero uno sale de ahí con el alma congelada y el pensamiento puesto en Emilia, la muy elegante señora que a bordo de un camión urbano, me dijo que su ciudad, Budapest, le gusta mucho, pero lo único que no le gusta, es que a sus habitantes se les dificulta reír.
Pos así cómo.
PD.- En un café, encontré a un húngaro de no más de 40 años. Le conté de la visita a La Casa del Terror.
Se rió.
Casi no habla español, pero lo hace más bien que varios, porque estuvo trabajando en España unos años.
Puso sobre la barra la ficha de una cerveza.
¿Ves esto?, Es de este tamaño, es pequeño, dijo tomando la ficha.
Lo que hay ahí, lo quieren hacer más grande.
Ahí se las dejo.
sábado, 4 de agosto de 2007
De La Habana a Camagüey
La pluma salaz y retorcida de Arturo Soto Munguía, creador de la célebre columna del zancudo que no mata y hace muchas ronchas en distintos medios locales, se desparrama en estas siete crónicas que detallan lo sucedido a su persona en un viaje a Cuba, lugar al que vuelve a mediados de este mes a presentar esta obra.
Suerte con la presentación. Y ojalá que para la próxima edición se incremente el número de crónicas que ya rebosan de ese finísimo humor zancudero.
______________________________________
Título: De La Habana a Camagüey
Género: Crónicas
Autor: Arturo Soto Munguía
Editorial: La Cábula Ediciones, 2006
Diseño: Gilberto Torres Martínez
Impresión: Impresiones Los Arcos
______________________________________
Fragmento:
"Si no se te cae la bichola en dos semanas, ya la hiciste".
Eso fue lo más bajito que comentó alguno de mis amigos, a mi regreso de un viaje de diez días a Cuba.
La imagen de la isla como destino para el desenfreno, sigue siendo la más común en el imaginario de mucha gente en Sonora.
Dicen 'Cuba' y aparecen de pronto sus ya legendarias jineteras, las prostitutas con mayor grado académico en el mundo, según versión del mismísimo Fidel Castro, súbito promotor del turismo sexual, una gran fuente de divisas para el Estado que tutela.
Todo lo que a cuatro mil kilómetros de La Habana se imaginan, y más, es cierto.
Tan cierto como todas las otras cosas que subyacen en la vida cotidiana de los habitantes de un país atípico, que contra viento y marea insiste en la viabilidad del socialismo, en un contexto mundial donde entre ser de izquierda y ser de derecha, todos escogen el centro y su cómoda tibieza.
Suerte con la presentación. Y ojalá que para la próxima edición se incremente el número de crónicas que ya rebosan de ese finísimo humor zancudero.
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Título: De La Habana a Camagüey
Género: Crónicas
Autor: Arturo Soto Munguía
Editorial: La Cábula Ediciones, 2006
Diseño: Gilberto Torres Martínez
Impresión: Impresiones Los Arcos
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Fragmento:
"Si no se te cae la bichola en dos semanas, ya la hiciste".
Eso fue lo más bajito que comentó alguno de mis amigos, a mi regreso de un viaje de diez días a Cuba.
La imagen de la isla como destino para el desenfreno, sigue siendo la más común en el imaginario de mucha gente en Sonora.
Dicen 'Cuba' y aparecen de pronto sus ya legendarias jineteras, las prostitutas con mayor grado académico en el mundo, según versión del mismísimo Fidel Castro, súbito promotor del turismo sexual, una gran fuente de divisas para el Estado que tutela.
Todo lo que a cuatro mil kilómetros de La Habana se imaginan, y más, es cierto.
Tan cierto como todas las otras cosas que subyacen en la vida cotidiana de los habitantes de un país atípico, que contra viento y marea insiste en la viabilidad del socialismo, en un contexto mundial donde entre ser de izquierda y ser de derecha, todos escogen el centro y su cómoda tibieza.
jueves, 14 de junio de 2007
Casi un Cuento
De Josefa qué decir cuando nos abrimos a sus relatos. Más que agradecerle una pulida visión de los objetos, de fríos cana... (¿qué gentilicio es el adecuado para una poeta, habitante ya de celestiales mundos?)... cananenses (me aclara Josefa), me obligo a brindarle caravanas por la preciada palabra.
Son cuentos que no irán a buscarte, ni te encontrarás con ellos, simplemente siempre fueron tuyos como tu ángel de la guarda... Ángel de mi guarda, oh, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día / hasta que me entregues en los brazos de Jesús y de María / con tus alas me persigno / y me abrazo de la cruz / y en el corazón me llevo / al dulcìsimo Jesús...
Rico. Recomendable.
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Título: Casi un Cuento
Género: Cuento
Autor: Josefa Isabel Rojas Molina
Editorial: La Cábula / Oasis Ediciones, 2007
Diseño: Lenin Guerrero
Ilustración de portada: Angélica González
Impresión: Impresiones Los Arcos
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